¿La paja en el ojo ajeno?

[:es]En Panorama.

Con justa razón, los costarricenses reaccionamos con indignación y enojo al descubrir que el Ministro de Hacienda y el Director de Tributación Directa no pagaban sus impuestos como debían, al tiempo que impulsaban la aprobación de un nuevo plan tributario y criticaban la situación de evasión fiscal en el país. Las desacertadas declaraciones de la Presidenta Chinchilla, no hicieron más que atizar una hoguera ya de por sí ardiente. Bastaba con escuchar los programas de radio o leer los “sitios web” de los medios de comunicación colectiva, para constatar la ola de rabia que se desató entre la población.

Pasado el vendaval inicial, me parece importante aprovechar lo sucedido para hacer una nueva reflexión, no sobre la conducta de los funcionarios públicos, sino sobre la de cada uno de nosotros, en tanto ciudadanos. Y es que en este asunto, un detalle esencial fue pasado por alto por casi todo el mundo: la Nación informó que ocho de cada diez propiedades están subvaloradas en Costa Rica, por lo que evidentemente no solamente los Ministros y Diputados pagan menos impuestos de los que deben… Así pues, si bien la crítica de estos políticos era justificada y necesaria, pues ellos más que nadie están llamados a ser irreprochables y a predicar con el ejemplo, lo cierto es que también se impone un ejercicio de autocrítica a nivel generalizado, un examen de conciencia, profundo, sincero y humilde, de cada uno de nosotros.

La Biblia, plena de sabiduría, nos interroga y nos cuestiona: ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? Conviene, pues, darle una mirada a nuestra propia conducta, para ver si estamos contribuyendo con nuestros actos a construir una patria mejor y más justa, o si por el contrario estamos participando del deterioro generalizado que se vive en el país. Más allá del tema de impuestos, de si los pagamos correctamente o no, debemos preguntarnos entonces: ¿Cuál será la “viga” que tengo en el ojo? ¿Trabajo con empeño o me limito al mínimo esfuerzo? ¿Soy leal en mi trabajo o invento incapacidades? ¿Pago lo que me corresponde o prefiero darle una “mordida” al policía de tránsito, al inspector municipal, al funcionario de aduanas? ¿Soy honrado o ladrón? ¿Hablo con verdad o miento? ¿Contamino o cuido el ambiente? ¿Respeto las leyes o trato de burlarlas? ¿Ayudo a los que más lo necesitan o solamente me preocupo de mi propio bienestar? En suma: ¿Soy una buena persona? ¿Soy un buen ciudadano?

No debemos olvidar que Costa Rica somos todos, que nuestro futuro lo construimos juntos y que por eso tenemos responsabilidades que no podemos obviar ni debemos eludir. Es hora ya de generar un cambio, profundo y trascendental, porque solamente así lograremos que la sociedad sea más justa, más equitativa y que la “igualdad de oportunidades” deje de ser un eslogan vacío para convertirse en una realidad concreta. Empecemos allí donde más fácil acceso tenemos, donde no hay excusa para no actuar, empecemos pues, por nosotros mismos.

 

[:en]En Panorama.

Con justa razón, los costarricenses reaccionamos con indignación y enojo al descubrir que el Ministro de Hacienda y el Director de Tributación Directa no pagaban sus impuestos como debían, al tiempo que impulsaban la aprobación de un nuevo plan tributario y criticaban la situación de evasión fiscal en el país. Las desacertadas declaraciones de la Presidenta Chinchilla, no hicieron más que atizar una hoguera ya de por sí ardiente. Bastaba con escuchar los programas de radio o leer los “sitios web” de los medios de comunicación colectiva, para constatar la ola de rabia que se desató entre la población.

Pasado el vendaval inicial, me parece importante aprovechar lo sucedido para hacer una nueva reflexión, no sobre la conducta de los funcionarios públicos, sino sobre la de cada uno de nosotros, en tanto ciudadanos. Y es que en este asunto, un detalle esencial fue pasado por alto por casi todo el mundo: la Nación informó que ocho de cada diez propiedades están subvaloradas en Costa Rica, por lo que evidentemente no solamente los Ministros y Diputados pagan menos impuestos de los que deben… Así pues, si bien la crítica de estos políticos era justificada y necesaria, pues ellos más que nadie están llamados a ser irreprochables y a predicar con el ejemplo, lo cierto es que también se impone un ejercicio de autocrítica a nivel generalizado, un examen de conciencia, profundo, sincero y humilde, de cada uno de nosotros.

La Biblia, plena de sabiduría, nos interroga y nos cuestiona: ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? Conviene, pues, darle una mirada a nuestra propia conducta, para ver si estamos contribuyendo con nuestros actos a construir una patria mejor y más justa, o si por el contrario estamos participando del deterioro generalizado que se vive en el país. Más allá del tema de impuestos, de si los pagamos correctamente o no, debemos preguntarnos entonces: ¿Cuál será la “viga” que tengo en el ojo? ¿Trabajo con empeño o me limito al mínimo esfuerzo? ¿Soy leal en mi trabajo o invento incapacidades? ¿Pago lo que me corresponde o prefiero darle una “mordida” al policía de tránsito, al inspector municipal, al funcionario de aduanas? ¿Soy honrado o ladrón? ¿Hablo con verdad o miento? ¿Contamino o cuido el ambiente? ¿Respeto las leyes o trato de burlarlas? ¿Ayudo a los que más lo necesitan o solamente me preocupo de mi propio bienestar? En suma: ¿Soy una buena persona? ¿Soy un buen ciudadano?

No debemos olvidar que Costa Rica somos todos, que nuestro futuro lo construimos juntos y que por eso tenemos responsabilidades que no podemos obviar ni debemos eludir. Es hora ya de generar un cambio, profundo y trascendental, porque solamente así lograremos que la sociedad sea más justa, más equitativa y que la “igualdad de oportunidades” deje de ser un eslogan vacío para convertirse en una realidad concreta. Empecemos allí donde más fácil acceso tenemos, donde no hay excusa para no actuar, empecemos pues, por nosotros mismos.

 

[:fr]En Panorama.

Con justa razón, los costarricenses reaccionamos con indignación y enojo al descubrir que el Ministro de Hacienda y el Director de Tributación Directa no pagaban sus impuestos como debían, al tiempo que impulsaban la aprobación de un nuevo plan tributario y criticaban la situación de evasión fiscal en el país. Las desacertadas declaraciones de la Presidenta Chinchilla, no hicieron más que atizar una hoguera ya de por sí ardiente. Bastaba con escuchar los programas de radio o leer los “sitios web” de los medios de comunicación colectiva, para constatar la ola de rabia que se desató entre la población.

Pasado el vendaval inicial, me parece importante aprovechar lo sucedido para hacer una nueva reflexión, no sobre la conducta de los funcionarios públicos, sino sobre la de cada uno de nosotros, en tanto ciudadanos. Y es que en este asunto, un detalle esencial fue pasado por alto por casi todo el mundo: la Nación informó que ocho de cada diez propiedades están subvaloradas en Costa Rica, por lo que evidentemente no solamente los Ministros y Diputados pagan menos impuestos de los que deben… Así pues, si bien la crítica de estos políticos era justificada y necesaria, pues ellos más que nadie están llamados a ser irreprochables y a predicar con el ejemplo, lo cierto es que también se impone un ejercicio de autocrítica a nivel generalizado, un examen de conciencia, profundo, sincero y humilde, de cada uno de nosotros.

La Biblia, plena de sabiduría, nos interroga y nos cuestiona: ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? Conviene, pues, darle una mirada a nuestra propia conducta, para ver si estamos contribuyendo con nuestros actos a construir una patria mejor y más justa, o si por el contrario estamos participando del deterioro generalizado que se vive en el país. Más allá del tema de impuestos, de si los pagamos correctamente o no, debemos preguntarnos entonces: ¿Cuál será la “viga” que tengo en el ojo? ¿Trabajo con empeño o me limito al mínimo esfuerzo? ¿Soy leal en mi trabajo o invento incapacidades? ¿Pago lo que me corresponde o prefiero darle una “mordida” al policía de tránsito, al inspector municipal, al funcionario de aduanas? ¿Soy honrado o ladrón? ¿Hablo con verdad o miento? ¿Contamino o cuido el ambiente? ¿Respeto las leyes o trato de burlarlas? ¿Ayudo a los que más lo necesitan o solamente me preocupo de mi propio bienestar? En suma: ¿Soy una buena persona? ¿Soy un buen ciudadano?

No debemos olvidar que Costa Rica somos todos, que nuestro futuro lo construimos juntos y que por eso tenemos responsabilidades que no podemos obviar ni debemos eludir. Es hora ya de generar un cambio, profundo y trascendental, porque solamente así lograremos que la sociedad sea más justa, más equitativa y que la “igualdad de oportunidades” deje de ser un eslogan vacío para convertirse en una realidad concreta. Empecemos allí donde más fácil acceso tenemos, donde no hay excusa para no actuar, empecemos pues, por nosotros mismos.

 

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El rey y el elefante

[:es]Reflexiones sobre el safari de don Juan Carlos

 

En momentos en que España atraviesa la peor crisis económica de su vida democrática, con una tasa de desempleo general del 23% y una tasa de desempleo juvenil del 49%, el rey don Juan Carlos de Borbón decidió irse a cazar elefantes a África. Justo cuando el gobierno anuncia históricas medidas de ajuste económico y le pide al común de los españoles paciencia, sacrificio y esfuerzo, el monarca consideró oportuno subirse a un avión privado y partir hacia las cálidas sabanas de Botsuana, en el sur del continente africano.

Desde luego, don Juan Carlos tiene derecho a una vida privada y a disfrutar de sus vacaciones tanto como cualquier otra persona. Sin embargo, en su condición de Jefe de Estado y Rey de España, cometió un grave error al emprender un viaje que lo representa como totalmente desconectado de la realidad, las angustias y las congojas que diariamente viven y padecen sus compatriotas. A la luz de estos hechos, resulta un tanto difícil creerle a don Juan Carlos, cuando hace poco decía que “hay noches que el paro juvenil me quita el sueño”

Pero el mencionado viaje, del cual nos dimos cuenta solamente porque Su Majestad tuvo la mala suerte de tropezarse y quebrarse la cadera, es criticable también por otras razones. Y es que a estas alturas del siglo veintiuno, cuando en el planeta entero comienza a despertarse por fin una conciencia ecológica, parece increíble que todavía haya personas capaces de matar indefensos elefantes por puro placer. La noticia sorprende aún más, porque el cazador es no sólo el Rey de España, sino además el “Presidente de Honor” de una ONG conocida a nivel mundial por su lucha en defensa de los animales y la protección del medio ambiente.

A propósito de esta historia, conviene recordar las sabias palabras de un Jefe indio americano, que respondió así a una oferta que el Presidente de Estados Unidos les hizo para comprar sus tierras y crearles una reserva indígena. En 1855, el Jefe Seattle escribió: “Por lo tanto, vamos a meditar sobre la oferta de comprar nuestra tierra. Si decidimos aceptar, impondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos. Soy un hombre salvaje y no comprendo ninguna otra forma de actuar. Vi un millar de búfalos pudriéndose en la planicie, abandonados por el hombre blanco que los abatió desde un tren al pasar. Yo soy un hombre salvaje y no comprendo cómo es que el caballo humeante de hierro puede ser más importante que el búfalo, que nosotros sacrificamos solamente para sobrevivir. ¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo”.

Hoy sabemos que el jefe indio tenía razón, la ciencia nos ha enseñado que todos los seres vivos, animales y vegetales, estamos íntima y estrechamente ligados, que formamos delicados ecosistemas en los cuales interactúan elementos como el aire, el suelo, el agua y el sol, para formar un conjunto único y maravilloso que llamamos planeta tierra.

Sirva la “historia del rey y del elefante”, para recordar el valor simbólico de los actos del uno, así como la importancia elemental de la supervivencia del otro.[:en]Reflexiones sobre el safari de don Juan Carlos (17/04/2012)

En momentos en que España atraviesa la peor crisis económica de su vida democrática, con una tasa de desempleo general del 23% y una tasa de desempleo juvenil del 49%, el rey don Juan Carlos de Borbón decidió irse a cazar elefantes a África. Justo cuando el gobierno anuncia históricas medidas de ajuste económico y le pide al común de los españoles paciencia, sacrificio y esfuerzo, el monarca consideró oportuno subirse a un avión privado y partir hacia las cálidas sabanas de Botsuana, en el sur del continente africano.

Desde luego, don Juan Carlos tiene derecho a una vida privada y a disfrutar de sus vacaciones tanto como cualquier otra persona. Sin embargo, en su condición de Jefe de Estado y Rey de España, cometió un grave error al emprender un viaje que lo representa como totalmente desconectado de la realidad, las angustias y las congojas que diariamente viven y padecen sus compatriotas. A la luz de estos hechos, resulta un tanto difícil creerle a don Juan Carlos, cuando hace poco decía que “hay noches que el paro juvenil me quita el sueño”

Pero el mencionado viaje, del cual nos dimos cuenta solamente porque Su Majestad tuvo la mala suerte de tropezarse y quebrarse la cadera, es criticable también por otras razones. Y es que a estas alturas del siglo veintiuno, cuando en el planeta entero comienza a despertarse por fin una conciencia ecológica, parece increíble que todavía haya personas capaces de matar indefensos elefantes por puro placer. La noticia sorprende aún más, porque el cazador es no sólo el Rey de España, sino además el “Presidente de Honor” de una ONG conocida a nivel mundial por su lucha en defensa de los animales y la protección del medio ambiente.

A propósito de esta historia, conviene recordar las sabias palabras de un Jefe indio americano, que respondió así a una oferta que el Presidente de Estados Unidos les hizo para comprar sus tierras y crearles una reserva indígena. En 1855, el Jefe Seattle escribió: “Por lo tanto, vamos a meditar sobre la oferta de comprar nuestra tierra. Si decidimos aceptar, impondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos. Soy un hombre salvaje y no comprendo ninguna otra forma de actuar. Vi un millar de búfalos pudriéndose en la planicie, abandonados por el hombre blanco que los abatió desde un tren al pasar. Yo soy un hombre salvaje y no comprendo cómo es que el caballo humeante de hierro puede ser más importante que el búfalo, que nosotros sacrificamos solamente para sobrevivir. ¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo”.

Hoy sabemos que el jefe indio tenía razón, la ciencia nos ha enseñado que todos los seres vivos, animales y vegetales, estamos íntima y estrechamente ligados, que formamos delicados ecosistemas en los cuales interactúan elementos como el aire, el suelo, el agua y el sol, para formar un conjunto único y maravilloso que llamamos planeta tierra.

Sirva la “historia del rey y del elefante”, para recordar el valor simbólico de los actos del uno, así como la importancia elemental de la supervivencia del otro.[:fr]Reflexiones sobre el safari de don Juan Carlos (17/04/2012)

En momentos en que España atraviesa la peor crisis económica de su vida democrática, con una tasa de desempleo general del 23% y una tasa de desempleo juvenil del 49%, el rey don Juan Carlos de Borbón decidió irse a cazar elefantes a África. Justo cuando el gobierno anuncia históricas medidas de ajuste económico y le pide al común de los españoles paciencia, sacrificio y esfuerzo, el monarca consideró oportuno subirse a un avión privado y partir hacia las cálidas sabanas de Botsuana, en el sur del continente africano.

Desde luego, don Juan Carlos tiene derecho a una vida privada y a disfrutar de sus vacaciones tanto como cualquier otra persona. Sin embargo, en su condición de Jefe de Estado y Rey de España, cometió un grave error al emprender un viaje que lo representa como totalmente desconectado de la realidad, las angustias y las congojas que diariamente viven y padecen sus compatriotas. A la luz de estos hechos, resulta un tanto difícil creerle a don Juan Carlos, cuando hace poco decía que “hay noches que el paro juvenil me quita el sueño”

Pero el mencionado viaje, del cual nos dimos cuenta solamente porque Su Majestad tuvo la mala suerte de tropezarse y quebrarse la cadera, es criticable también por otras razones. Y es que a estas alturas del siglo veintiuno, cuando en el planeta entero comienza a despertarse por fin una conciencia ecológica, parece increíble que todavía haya personas capaces de matar indefensos elefantes por puro placer. La noticia sorprende aún más, porque el cazador es no sólo el Rey de España, sino además el “Presidente de Honor” de una ONG conocida a nivel mundial por su lucha en defensa de los animales y la protección del medio ambiente.

A propósito de esta historia, conviene recordar las sabias palabras de un Jefe indio americano, que respondió así a una oferta que el Presidente de Estados Unidos les hizo para comprar sus tierras y crearles una reserva indígena. En 1855, el Jefe Seattle escribió: “Por lo tanto, vamos a meditar sobre la oferta de comprar nuestra tierra. Si decidimos aceptar, impondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos. Soy un hombre salvaje y no comprendo ninguna otra forma de actuar. Vi un millar de búfalos pudriéndose en la planicie, abandonados por el hombre blanco que los abatió desde un tren al pasar. Yo soy un hombre salvaje y no comprendo cómo es que el caballo humeante de hierro puede ser más importante que el búfalo, que nosotros sacrificamos solamente para sobrevivir. ¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo”.

Hoy sabemos que el jefe indio tenía razón, la ciencia nos ha enseñado que todos los seres vivos, animales y vegetales, estamos íntima y estrechamente ligados, que formamos delicados ecosistemas en los cuales interactúan elementos como el aire, el suelo, el agua y el sol, para formar un conjunto único y maravilloso que llamamos planeta tierra.

Sirva la “historia del rey y del elefante”, para recordar el valor simbólico de los actos del uno, así como la importancia elemental de la supervivencia del otro.[:]

Dignidad, vergüenza y autoridad

[:es]A propósito de la función pública

 

Para desgracia de todos nosotros, costarricenses, las noticias sobre actos cuestionables y lamentables en la función pública se han vuelto moneda común. Un día sí y otro también, vemos cómo fundados cuestionamientos y críticas recaen sobre diputados, ministros, presidentes de instituciones autónomas, magistrados, políticos, partidos políticos y funcionarios públicos. Lo peor de todo no son las noticias que se publican, ni su carácter reiterado, ni las ridículas explicaciones que algunos dan a un pueblo que creen tonto. No, lo peor de todo es que nada cambia, cuando la situación de descomposición que denuncia la prensa impone más bien un socollón profundo.

Función pública y valores. Desde luego, no pretendemos caer aquí en groseras generalizaciones, ni desconocer que existen funcionarios públicos valiosos y comprometidos con su trabajo, pero sí queremos aportar algunas reflexiones que consideramos oportunas. Desde nuestra concepción, la función pública requiere de múltiples virtudes en quienes la ejercen, pero principalmente demanda un sólido zócalo de valores, entre los cuales destacan como imprescindibles la dignidad y la vergüenza.

Dignidad. Tal como la define la Real Academia Española,“dignidad” es la «gravedad y decoro en la manera de comportarse». Un funcionario público, un político, un miembro de los supremos poderes, está llamado a predicar con el ejemplo, a actuar dignamente, es decir con rectitud,  honestidad y recato. Claro está, nadie es perfecto, en nuestra condición de seres humanos está implícita la falta, todos nos equivocamos y cometemos errores. El problema, en el ámbito de la función pública, se presenta cuando no se actúa como se debe frente al error, cuando no se toman las medidas apropiadas y necesarias ante una situación incorrecta o, peor aún, cuando no se trata de un “error” sino de un acto hecho de manera voluntaria, con plena intención y conocimiento de causa.

Vergüenza. Ahí es donde, en principio, debería entrar en escena la “vergüenza”, definida como la “turbación del ánimo, que suele encender el color del rostro, ocasionada por alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena”. Por sentido de responsabilidad, porque así lo impone la dignidad propia del cargo, pero sobre todo por vergüenza, existen países donde los funcionarios públicos renuncian a sus cargos cuando son objeto de fundados cuestionamientos, aún y cuando los mismos no deriven de actos propios, sino de sus subalternos. Lamentablemente, eso no sucede aquí, pues por severo y grave que sea el cuestionamiento, la palabra “renuncia” no aparece en el vocabulario de nuestros funcionarios públicos, que sin el menor síntoma de sonrojo, se aferran a sus cargos igual que se agarra del árbol un monito en ventolera.

Autoridad. Esa triste realidad es la que hace imprescindible ligar la existencia de valores con el cabal ejercicio de la “autoridad”, entendida no sólo como el poder de quien gobierna o ejerce el mando, sino también como un deber. Quienes ostentan cargos públicos, especialmente los de alto rango y con capacidad de decisión, tienen la obligación de ejercer la autoridad que les fue delegada por el pueblo, con firmeza, con rectitud, con la mirada puesta en el bien común. Por eso, cuando no se predica con el ejemplo, cuando se violan las leyes que se juraron respetar, cuando se tutelan los intereses propios y no los generales, cuando por política o por negligencia se ponen en peligro preciados bienes o instituciones públicas, se debe intervenir, con firmeza y decisión. Allí donde falla la dignidad, donde no existe la vergüenza, debe imponerse la autoridad. Es hora ya de enderezar el rumbo y de ponerle freno a quienes desmerecen la función pública, por el bien de Costa Rica, por el bien de todos nosotros.[:en]Para desgracia de todos nosotros, costarricenses, las noticias sobre actos cuestionables y lamentables en la función pública se han vuelto moneda común. Un día sí y otro también, vemos cómo fundados cuestionamientos y críticas recaen sobre diputados, ministros, presidentes de instituciones autónomas, magistrados, políticos, partidos políticos y funcionarios públicos. Lo peor de todo no son las noticias que se publican, ni su carácter reiterado, ni las ridículas explicaciones que algunos dan a un pueblo que creen tonto. No, lo peor de todo es que nada cambia, cuando la situación de descomposición que denuncia la prensa impone más bien un socollón profundo.

Función pública y valores. Desde luego, no pretendemos caer aquí en groseras generalizaciones, ni desconocer que existen funcionarios públicos valiosos y comprometidos con su trabajo, pero sí queremos aportar algunas reflexiones que consideramos oportunas. Desde nuestra concepción, la función pública requiere de múltiples virtudes en quienes la ejercen, pero principalmente demanda un sólido zócalo de valores, entre los cuales destacan como imprescindibles la dignidad y la vergüenza.

Dignidad. Tal como la define la Real Academia Española,“dignidad” es la «gravedad y decoro en la manera de comportarse». Un funcionario público, un político, un miembro de los supremos poderes, está llamado a predicar con el ejemplo, a actuar dignamente, es decir con rectitud,  honestidad y recato. Claro está, nadie es perfecto, en nuestra condición de seres humanos está implícita la falta, todos nos equivocamos y cometemos errores. El problema, en el ámbito de la función pública, se presenta cuando no se actúa como se debe frente al error, cuando no se toman las medidas apropiadas y necesarias ante una situación incorrecta o, peor aún, cuando no se trata de un “error” sino de un acto hecho de manera voluntaria, con plena intención y conocimiento de causa.

Vergüenza. Ahí es donde, en principio, debería entrar en escena la “vergüenza”, definida como la “turbación del ánimo, que suele encender el color del rostro, ocasionada por alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena”. Por sentido de responsabilidad, porque así lo impone la dignidad propia del cargo, pero sobre todo por vergüenza, existen países donde los funcionarios públicos renuncian a sus cargos cuando son objeto de fundados cuestionamientos, aún y cuando los mismos no deriven de actos propios, sino de sus subalternos. Lamentablemente, eso no sucede aquí, pues por severo y grave que sea el cuestionamiento, la palabra “renuncia” no aparece en el vocabulario de nuestros funcionarios públicos, que sin el menor síntoma de sonrojo, se aferran a sus cargos igual que se agarra del árbol un monito en ventolera.

Autoridad. Esa triste realidad es la que hace imprescindible ligar la existencia de valores con el cabal ejercicio de la “autoridad”, entendida no sólo como el poder de quien gobierna o ejerce el mando, sino también como un deber. Quienes ostentan cargos públicos, especialmente los de alto rango y con capacidad de decisión, tienen la obligación de ejercer la autoridad que les fue delegada por el pueblo, con firmeza, con rectitud, con la mirada puesta en el bien común. Por eso, cuando no se predica con el ejemplo, cuando se violan las leyes que se juraron respetar, cuando se tutelan los intereses propios y no los generales, cuando por política o por negligencia se ponen en peligro preciados bienes o instituciones públicas, se debe intervenir, con firmeza y decisión. Allí donde falla la dignidad, donde no existe la vergüenza, debe imponerse la autoridad. Es hora ya de enderezar el rumbo y de ponerle freno a quienes desmerecen la función pública, por el bien de Costa Rica, por el bien de todos nosotros.[:fr]Para desgracia de todos nosotros, costarricenses, las noticias sobre actos cuestionables y lamentables en la función pública se han vuelto moneda común. Un día sí y otro también, vemos cómo fundados cuestionamientos y críticas recaen sobre diputados, ministros, presidentes de instituciones autónomas, magistrados, políticos, partidos políticos y funcionarios públicos. Lo peor de todo no son las noticias que se publican, ni su carácter reiterado, ni las ridículas explicaciones que algunos dan a un pueblo que creen tonto. No, lo peor de todo es que nada cambia, cuando la situación de descomposición que denuncia la prensa impone más bien un socollón profundo.

Función pública y valores. Desde luego, no pretendemos caer aquí en groseras generalizaciones, ni desconocer que existen funcionarios públicos valiosos y comprometidos con su trabajo, pero sí queremos aportar algunas reflexiones que consideramos oportunas. Desde nuestra concepción, la función pública requiere de múltiples virtudes en quienes la ejercen, pero principalmente demanda un sólido zócalo de valores, entre los cuales destacan como imprescindibles la dignidad y la vergüenza.

Dignidad. Tal como la define la Real Academia Española,“dignidad” es la «gravedad y decoro en la manera de comportarse». Un funcionario público, un político, un miembro de los supremos poderes, está llamado a predicar con el ejemplo, a actuar dignamente, es decir con rectitud,  honestidad y recato. Claro está, nadie es perfecto, en nuestra condición de seres humanos está implícita la falta, todos nos equivocamos y cometemos errores. El problema, en el ámbito de la función pública, se presenta cuando no se actúa como se debe frente al error, cuando no se toman las medidas apropiadas y necesarias ante una situación incorrecta o, peor aún, cuando no se trata de un “error” sino de un acto hecho de manera voluntaria, con plena intención y conocimiento de causa.

Vergüenza. Ahí es donde, en principio, debería entrar en escena la “vergüenza”, definida como la “turbación del ánimo, que suele encender el color del rostro, ocasionada por alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena”. Por sentido de responsabilidad, porque así lo impone la dignidad propia del cargo, pero sobre todo por vergüenza, existen países donde los funcionarios públicos renuncian a sus cargos cuando son objeto de fundados cuestionamientos, aún y cuando los mismos no deriven de actos propios, sino de sus subalternos. Lamentablemente, eso no sucede aquí, pues por severo y grave que sea el cuestionamiento, la palabra “renuncia” no aparece en el vocabulario de nuestros funcionarios públicos, que sin el menor síntoma de sonrojo, se aferran a sus cargos igual que se agarra del árbol un monito en ventolera.

Autoridad. Esa triste realidad es la que hace imprescindible ligar la existencia de valores con el cabal ejercicio de la “autoridad”, entendida no sólo como el poder de quien gobierna o ejerce el mando, sino también como un deber. Quienes ostentan cargos públicos, especialmente los de alto rango y con capacidad de decisión, tienen la obligación de ejercer la autoridad que les fue delegada por el pueblo, con firmeza, con rectitud, con la mirada puesta en el bien común. Por eso, cuando no se predica con el ejemplo, cuando se violan las leyes que se juraron respetar, cuando se tutelan los intereses propios y no los generales, cuando por política o por negligencia se ponen en peligro preciados bienes o instituciones públicas, se debe intervenir, con firmeza y decisión. Allí donde falla la dignidad, donde no existe la vergüenza, debe imponerse la autoridad. Es hora ya de enderezar el rumbo y de ponerle freno a quienes desmerecen la función pública, por el bien de Costa Rica, por el bien de todos nosotros.[:]