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Urge una política criminal

Nuestro país atraviesa por una gravísima crisis de seguridad ciudadana. Nos hemos convertido en el principal punto de trasiego de droga desde Sudamérica hasta los Estados Unidos, fenómeno criminal que a su vez impulsa muchos otros: aumento del tráfico interno de drogas, proliferación de organizaciones criminales, lucha entre bandas por el control de territorios, sicariato y asesinatos por ajustes de cuentas, lavado de dinero…

Este panorama alarmante se agrava por la inacción de las autoridades del gobierno, que pareciera no tienen una estrategia clara para combatir la delincuencia. Más allá de las desafortunadas “recomendaciones” del señor Ministro de Seguridad Pública, para que los vecinos les pidan a los narcos de sus barrios ir a vender drogas a otro lugar, preocupa muchísimo su anuncio de que presentará su política hasta en noviembre de este año, como si el problema que enfrentamos no fuera apremiante.

Atendiendo una oportuna iniciativa del señor Presidente de la Asamblea Legislativa, el Poder Judicial planteó algunas propuestas. Sin embargo, no tendrán efecto en el corto plazo pues requieren reformas legales y se aplicarán en los procesos penales, es decir, son medidas represivas y no preventivas. Por ende, no son suficientes para combatir la creciente criminalidad.

Para mejorar duraderamente la situación se requiere la definición de una política criminal, con objetivos de corto, mediano y largo plazo. Esto implica planear un conjunto de estrategias para combatir el fenómeno criminal, a partir de datos y de evidencia científica, pues es necesario identificar las causas de la delincuencia para atacarla eficazmente.

Además, la política criminal exige la participación de las diversas instituciones del Estado. Por ejemplo, el combate del “narcomenudeo” necesita de una política de salud pública, que involucre al Ministerio de Salud y al IAFA, pues muchas personas venden droga para financiar su propio consumo, por ser adictos. Si les ayudamos a salir de la adicción tendrán mayores probabilidades de dejar la delincuencia. Eso sí, a condición de que la sociedad pueda permitirles estudiar, trabajar, desarrollarse como individuos…

Lamentablemente, pocas veces se integran estos elementos en el combate del delito. Una política criminal efectiva tiene que involucrar al Estado, pero también a la escuela, la familia, la empresa privada, ONG’s, entre muchos otros actores, pues se necesitan medidas que vayan orientadas a la prevención y no solo a la represión y la sanción.

No debemos caer en la tentación penalizadora, facilista y populista, como lo han hecho otros países, y mucho menos renunciar a los valores que hacen de nuestro país una democracia, pues el fin no justifica nunca los medios. Con preocupación constato que algunos costarricenses idealizan modelos autocráticos y autoritarios, donde el combate a la delincuencia autoriza todos los atropellos imaginables a la dignidad humana y a los derechos de las personas.

Dicho esto, ¿Qué podemos hacer o debemos tener en cuenta para definir una política criminal coherente, de conjunto, efectiva? Hay muchas alternativas y el espacio es poco. Me atrevo a proponer algunas pistas de reflexión.

En el corto plazo la situación amerita medidas contundentes, policiales y judiciales. Solo así se puede frenar la ola de homicidios y desarticular a las organizaciones criminales que nos están arrastrando en su sangriento salvajismo. Necesitamos más recursos para comprar vehículos, equipos, cámaras, contratar oficiales de policía y pagarles mejor. El uso de estos recursos debe ser eficiente y debidamente fiscalizado, para que no ocurran gollerías como las que se han dado con otras compras de emergencia en instituciones como la CCSS.

Además, existen cuerpos policiales municipales que debemos aprovechar, por lo que conviene estudiar la manera más adecuada y eficiente de coordinar su trabajo con el del Ministerio de Seguridad Pública y el del Organismo de Investigación Judicial.

En el mediano plazo, hay que adoptar reformas que hagan más eficaz el sistema penal. Es esencial que para todo delito haya una respuesta estatal, lo que no sucede en la actualidad. Utilizo adrede el término “respuesta”, pues no se trata de imponerle prisión a todo condenado, sino de responder adecuadamente a toda conducta antisocial. Esto es esencial pues la ineficiencia del sistema de justicia penal es muy peligrosa y resquebraja la confianza del ciudadano en sus instituciones.

También deberíamos ampliar el catálogo de sanciones penales, como sucede en la Ley de Justicia Penal Juvenil, pues no siempre la prisión es la mejor alternativa y la experiencia muestra que el encarcelamiento difícilmente resocializa. Hay que fomentar salidas alternas al proceso penal, que son mejores para reestablecer la paz social, o fortalecer el sistema contravencional, ya que muchos de los problemas que afectan la convivencia son contravenciones, no delitos.

Desde luego, hay que revisar la aplicación de la prisión preventiva y del monitoreo electrónico, no para abrir un portillo y permitir la aplicación indiscriminada de estos institutos, sino para asegurarnos de que se usen de manera eficaz, cosa que no siempre sucede actualmente, y que permitan alcanzar los fines de todo proceso penal.

Otro eje que debe mejorarse es de la ejecución de la pena, iniciando por la adopción de una ley que regule cómo debe cumplir su sanción el condenado, que establezca con claridad en qué casos puede optar por beneficios, así como cuáles son las autoridades competentes para concederlos y mediante cuál procedimiento. Si nos guiamos por las informaciones que se han publicado recientemente sobre delitos cometidos por condenados que tenían beneficios carcelarios, pareciera claro que el modelo actual está fallando y debe revisarse.

Debemos también construir más prisiones, pues no existe espacio suficiente en la actualidad. Los nuevos centros deben tener condiciones que permitan a los condenados cumplir su sanción en un ambiente que posibilite su resocialización. Nuestras cárceles, lejos de resocializar, son más bien escuelas del crimen. Si de verdad deseamos disminuir la delincuencia tenemos que humanizar la ejecución de la pena, por más que esto sea muy impopular.

Entre las medidas extrapenales, es preciso mejorar los controles de lavado de dinero. ¿Cuántos casos conoce usted en los que se hayan desarticulado redes de legitimación de capitales? Somos el principal punto de trasiego de droga en el continente, pero pareciera que aquí no se lava dinero… Se concluye fácilmente que el sistema de control está fallando estrepitosamente. Hay que pensar, pues, en cómo dotarlo de verdadera efectividad.

Finalmente, las medidas a largo plazo son las más difíciles, pero también las más importantes. Costa Rica tiene que hacer reformas estructurales para combatir la pobreza, aumentar el empleo, mejorar la redistribución de la riqueza, brindar igualdad de oportunidades para construir una sociedad más equitativa. Actualmente tenemos la tasa de pobreza más alta en menores de 18 años (casi el 30%) y la segunda tasa más alta de desempleo (11,7%) de todos los países de la OCDE. Hoy por hoy, casi uno de cada cuatro costarricenses vive en la pobreza (23%), cifra que se agrava en hogares de mujeres jefas de hogar o en las provincias costeras. A esto se suma la profunda crisis que atraviesa nuestro sistema de educación pública, sin que por cierto sepamos cuál es la “ruta de la educación”…

Si queremos prevenir y combatir la delincuencia, es preciso construir una patria mejor y más justa, donde todas las personas tengan oportunidad de crecer, de desarrollarse, de realizarse como profesionales y como seres humanos. Eso es lo que demuestra la experiencia en países con bajos índices de criminalidad, donde correlativamente existen altos índices de desarrollo humano y económico. Si otros países pudieron lograrlo, ¿Por qué nosotros no? Yo no sé usted, pero como costarricense yo aspiro a eso, y más…

Prevención del crimen

Sobre la prevención del delito

Las noticias que publican diariamente los medios de comunicación en nuestro país, con respecto a la inseguridad ciudadana, son francamente desalentadoras. Para muestra algunos ejemplos:

1.- El año pasado tuvimos la tasa de homicidios más alta de nuestra historia: 12,6% /100.000 habitantes. Aunque en la última década la población creció un 10%, la tasa de homicidios aumentó en un 60%, siendo Costa Rica el país que registra el mayor aumento en el continente americano.

2- Durante el 2022 se decomisó un 46,4% menos de cocaína que durante el año 2021.

3.- Regularmente se informa sobre crímenes cometidos por personas con amplios antecedentes policiales que se encuentran en libertad. Recientemente un joven de 19 años falleció en un tiroteo en el que hirió de gravedad a un oficial del OIJ, cuando intentaron detenerlo. Desde que tenía 14 años, este joven fue enviado en 22 ocasiones al Ministerio Público, había estado encarcelado y se le buscaba como sospechoso de 3 homicidios.

Lamentablemente, ante esta realidad, la clase política propone a menudo crear nuevos delitos, o agravar las penas de los que existen, o limitar los derechos de las personas acusadas, o fomentar el uso de la prisión preventiva. Sin embargo, ninguna de esas medidas ayuda a prevenir el crimen, sino que buscan castigar la comisión de delitos.

Y aquí debemos preguntarnos, ¿Qué es preferible para la sociedad, prevenir el delito o castigarlo? Desde luego, lo primero. Siempre es mejor evitar el mal que castigarlo. Aunque el castigo sea fuerte o la pena alta, eso no devuelve al ser querido perdido, ni remedia la tragedia.

Ahora bien, la prevención del delito es muy difícil, requiere de estudios serios, de políticas de corto, mediano y largo plazo, diseñadas a partir de datos y de ciencia, de la participación de otros actores de la sociedad y no únicamente del Estado.

 La criminalidad es un fenómeno multicausal, que obedece a muchos factores, y cada fenómeno criminal es distinto: quien delinque traficando droga “al menudeo” lo hace por razones distintas que quien delinque con contratos de obra pública con el Estado.

Así pues, toda política criminal tiene que partir del conocimiento y entendimiento de los factores que propician y fomentan el fenómeno concreto que se quiere combatir. Por ejemplo, para luchar contra el narcotráfico necesitamos la acción de la policía, del Ministerio Público, el Ministerio de Seguridad Pública, así como la colaboración de otros países, por ser un fenómeno transnacional. Pero también deben involucrarse las autoridades del Ministerio de Salud, del IAFA, del Ministerio de Educación Pública, INA, entre otros actores.

 ¿Por qué? Porque muchos de los jóvenes que trafican son adictos, que venden para poder sostener su consumo. Si rompemos el círculo de adicción, podemos ayudarles a salir de la delincuencia. Además, es preciso ofrecerles un futuro con oportunidades a los jóvenes, lo que implica mejorar nuestro sistema de educación pública, la formación técnica y profesional, disminuir el desempleo y la desigualdad social. Todos estos son elementos que deben formar parte de una política criminal de conjunto y coherente.

Y es aquí donde fallamos estrepitosamente, pues tenemos una visión muy reducida y limitada de cómo debe diseñarse una estrategia de combate a la criminalidad. No es cuestión solo del Estado, como erróneamente se piensa, y menos aún es cosa solamente de la policía y autoridades judiciales.  

Claro está, la tarea es difícil y debe abordarse con seriedad, con visión de Estado, lejos de poses políticas, de cálculos electorales. Lo que está en juego es demasiado importante como para seguir posponiendo la toma de decisiones, pero decisiones de verdad, en serio, no simplemente aquellas que generan titulares de prensa pero que no resuelven nada.

Rodolfo Brenes Vargas

Libertad de expresión

¿Por qué es importante la libertad de expresión?

Hoy quisiera pedirles que tomemos unos minutos para preguntarnos por qué es importante la libertad de expresión. Esta es una cuestión de absoluta actualidad y que nos concierne a todos nosotros.

La libertad de expresión es uno de los requisitos fundamentales para que pueda existir una democracia. Si no hay una verdadera libertad de expresión, con todo lo que esto implica, no hay una verdadera democracia. ¿Y qué implica la libertad de expresión? Muchas cosas.

Por ejemplo, que todas las personas puedan comunicar y recibir ideas e informaciones de toda índole. En una democracia tiene que existir cabida para todas las ideas, para aquellas que acepta la mayoría, pero también para las que defiende una minoría, incluso para las que pueden resultar chocantes, hirientes o inquietantes para personas o sectores de la población. La sociedad democrática no es una masa homogénea de personas que profesan los mismos ideales o ideas, por eso la libertad de expresión debe garantizarse a todos.

La libertad de expresión implica también una serie de derechos, como el derecho de tener acceso a la información de interés público, el derecho de investigar, el derecho de criticar, el derecho de difundir o recibir ideas o informaciones de todo tipo, entre muchos otros, así como una serie de responsabilidades, pues ninguna libertad es ilimitada y todos tenemos que responder en caso de abusos o cuando dañamos a otros.

Una consecuencia de la libertad de expresión, que algunas personas desconocen, es que a partir de la misma se considera que los funcionarios públicos se someten voluntariamente al escrutinio de sus labores, incluso de su conducta personal. Si en la democracia el poder reside en el pueblo y los funcionarios públicos son simples depositarios transitorios de ese poder, lo natural es que el pueblo pueda controlar y criticar la manera como estos desempeñan sus labores.

Lamentablemente, algunos funcionarios públicos no entienden el trabajo de la prensa ni las reglas del juego democrático, que los obliga a tener una gran tolerancia al escrutinio y control ciudadano, así como a las críticas de que puedan ser objeto. Valga apuntar que la jurisprudencia considera que estas críticas pueden ser ácidas, hirientes, incluso ofensivas, pues así lo demandan las exigencias propias de una democracia.

Por eso, es preocupante el clima político y social actual, donde se ha recurrido al insulto, a la descalificación y a la deslegitimación para criticar el trabajo de la prensa. Desde luego, los periodistas y medios de comunicación no son, ni deben ser, inmunes a la crítica. Están expuestos a ella como cualquier otro.

Más aún, la democracia requiere un debate robusto y vigoroso, por lo que las polémicas y enfrentamientos entre diversos sectores son saludables, y esto incluye aquellos que puedan surgir entre los funcionarios públicos y la prensa. El disenso es propio de la democracia. No obstante, esto no implica que la discusión pueda desarrollarse de cualquier modo, pues el insulto, la deslegitimación, el matonismo y las amenazas no son parte de las reglas de una democracia. Al contrario, atentan contra la democracia misma.

Y esto me lleva de nuevo al punto inicial. ¿Por qué es importante la libertad de expresión? Porque sin ella no tendríamos un país como el que tenemos, porque sin ella Costa Rica dejaría de ser Costa Rica, porque sin libertad de expresión comenzaríamos a acercarnos a modelos de democracia imperfecta, o peor aún, a modelos no democráticos.

Me siento profundamente orgulloso de ser costarricense. Por eso no puedo menos que solidarizarme con los periodistas y medios de comunicación que actualmente están siendo objeto de ataques impropios de una democracia.

Y esta defensa es válida independientemente de si uno comulga o no con su línea editorial, independientemente de si uno es o no afín a estos medios. La defensa es procedente porque lo que está en juego, en el fondo, no es el futuro o supervivencia de una empresa periodística determinada, sino el futuro y la supervivencia de Costa Rica, tal y como la conocemos.

Desigualdad

Alarmante desigualdad social y pobreza en Costa Rica

Según el último el informe del Programa Estado de la Nación (PEN), Costa Rica tuvo el mayor índice de desigualdad social en los últimos 35 años. El informe del PEN indica: “Costa Rica pasó de ser, en el plazo de una generación, una de las sociedades más equitativas de América Latina a una de las más inequitativas. Esta situación es, a su vez, causa y el efecto de otras inequidades que se afianzan en los ámbitos de la producción, el trabajo, la educación, la salud y la tecnología, entre otros”.

Adicionalmente, la última Encuesta Nacional de Hogares del INEC señaló que más de 1.300.000 personas viven bajo la línea de pobreza en nuestro país. Es decir, 1 de cada 4 personas es pobre.

Vale recordar aquí que una cosa es la medición estadística de la pobreza, para lo que se fijan límites objetivos para establecer quién está en situación de pobreza y quién no, y otra la cruda realidad, donde existen muchas personas que sí superan la barrera estadística pero que viven con grandes penurias, carencias y dificultades. Así, hay muchos que, aunque estadísticamente no son considerados en pobreza, con costos logran llegar a fin de mes.

Debemos abrir los ojos ante esta dura realidad que nos interpela como ciudadanos y como sociedad.  Claramente, el problema de la pobreza, del desempleo y de la desigualdad tienen causas estructurales, que deben atacarse con visión de largo plazo, con políticas públicas coherentes, de conjunto, basadas en datos y en evidencia científica, no en populismos y en cálculos electorales.

En un reciente post comentaba sobre la situación de inseguridad ciudadana y explicaba cómo debe combatirse a partir de una política criminal de conjunto. Pues bien, un país que no le ofrece igualdad de oportunidades a todos sus hijos, que parece condenar de antemano a muchas personas a una vida sin expectativas ni posibilidades reales si quiera de luchar por sus sueños, difícilmente podrá lograr combatir de manera eficaz y duradera la criminalidad.

Peor aún, y para eso los ejemplos abundan en América Latina, la desigualdad social es caldo de cultivo propicio para el surgimiento de movimientos políticos populistas, de líderes carismáticos que se presentan como “antisistema”, “outsiders” (para usar el anglicismo), quienes progresivamente comienzan a erosionar los fundamentos de la democracia.

La situación que vivimos es absolutamente intolerable y debería revolver nuestra conciencia ciudadana. Sin embargo, parece ser más bien una realidad a la que nos hemos acostumbrado, con la que convivimos tranquilamente, o que nos negamos a enfrentar volviendo la mirada hacia otro sitio.

Desatender las necesidades del prójimo no sólo es un acto de egoísmo y de falta de solidaridad, sino que además es una peligrosa omisión que como sociedad y como país puede terminar costándonos muy cara…

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Dos homicidios y muchas reflexiones

A propósito de los asesinatos de Marco Calzada y Manfred Barbarena

 

Marco Calzada era un joven de 19 años que recién se había graduado del colegio el año pasado. Le gustaba animar con su guitarra las misas de su comunidad y colaboraba como misionero en diversos proyectos de bien social. Era, en fin, un buen muchacho, en los albores de una vida llena de sueños, brutalmente truncada antes de tiempo. La noche del sábado pasado cuatro sujetos lo asesinaron a puñaladas, en la entrada del Barrio Chino de San José.

El hecho, ya de por sí repugnante, como todos aquellos que atentan contra la vida de un ser humano, ha generado aún mayor conmoción porque dos de los sospechosos son menores de edad. Los adolescentes, de 14 y 16 años, se entregaron a la policía en compañía de sus mamás. Por el momento se ignora la edad e identidad de los otros dos.

Estamos aquí ante una doble tragedia, así como ante un clarísimo fracaso de nuestra sociedad. La primera tragedia la aceptamos y la reconocemos sin dificultad: un joven muchacho que, en la plenitud de su vida, fue asesinado a sangre fría, en un crimen incomprensible. La segunda, muchas personas la negarán o descalificarán como pura alcahuetería, pero no por ello deja de ser una tragedia. Y es que dos jóvenes, de 14 y 16 años, fueron capaces de cometer el delito más grave que existe por robarse un celular. ¿Cuál será la historia personal y de vida de estos jóvenes, presuntos homicidas?

Estoy seguro de que, si miramos con detenimiento, veremos ahí el fracaso de nuestra sociedad al que me refería. Una sociedad costarricense cada vez más fracturada, con una mayor desigualdad social, una pésima redistribución de la riqueza, índices de pobreza demasiado altos sostenidos durante demasiado tiempo, tasas de desempleo superiores al 10%, todavía mayores entre la población joven o de adultos mayores. En fin, una sociedad en la que la igualdad de oportunidades parece ser una simple quimera, un fin inalcanzable al cual hemos renunciado hace tiempo, resignados a tolerar lo que es, a seguir viviendo, quizás sufriendo, las consecuencias de la sociedad que estamos construyendo.

En el libro “El Profeta”, Khalil Gibrán trata del crimen y el castigo, señalando: A menudo os he oído hablar de aquel que comete una falta como si no fuera uno de vosotros, sino un extraño y un intruso en vuestro mundo”. Esa es una frase muy cierta, pues tendemos a ver a quien comete el delito como un extraño a nosotros, una persona completamente distinta a nosotros. Y, sin embargo, son seres humanos como nosotros, tienen familia, padres, hermanos, seres queridos. Aman, sufren, sueñan y anhelan como nosotros. Eso sí, muy probablemente no tuvieran las mismas oportunidades y, posiblemente, muchos de nosotros no habremos sufrido ni padecido lo que ellos, carencias, abuso, agresión, banalización de la violencia, cuando no la apología de la misma.

Los fenómenos criminales son complejos, multicausales, no se pueden analizar con enfoques simplistas, superficiales, o maniqueos, donde por un lado están los buenos y por el otro los malos, donde las cosas son blancas o negras. Por eso, conviene resaltar las palabras del papá de Marco Calzada, en un todo ejemplares, sin duda el mejor homenaje para un hijo que profesaba una fe profunda:

“Eran muchas cosas que siempre decíamos que no era normal, nos trajo una luz tan grande que nos enseñó un montón de cosas, nos enseñó a perdonar, y no cabe en nuestro corazón rencor ni odio y les pido que recen mucho por nosotros, pero que también, cuando recen por nosotros, recen por las familias y por las personas que hicieron esto, de verdad, las abrazamos, las perdonamos como Jesús nos enseñó y como Marco me enseñó. Esto lo hacemos con amor y con mucha fe, se ocupa fe”. (Agrego la negrita).

Muchas cosas fallan en una sociedad, en muchos niveles, cuando este tipo de cosas suceden. Tristemente, no son episodios aislados. Hace aproximadamente un mes, en Cuesta de Moras, Manfred Barbarena Novoa, un joven de 23 años que recién había salido de su trabajo y esperaba el bus para regresar a su casa, fue asesinado a puñaladas por un hombre que había sido detenido 92 veces por la policía, entre el 2017 y el 2022.

En este caso, a la tragedia humana y al fallo de la sociedad se suma la evidente y gravísima responsabilidad de una administración de justicia incapaz de cumplir adecuadamente con sus fines. ¿Cómo es posible que una persona sea detenida 92 veces y, aún así, siga feliz y campante por nuestras calles? Por supuesto, todo el mundo tiene derecho a un juicio, toda persona se presume inocente hasta que no se demuestre lo contrario mediante sentencia firme. Pero es inadmisible que la justicia sea a tal punto ineficiente que permita que ocurran situaciones como ésta.

Es hora de reflexionar seriamente sobre el fenómeno de la delincuencia en Costa Rica, pero pensando en una verdadera política criminal, es decir, adoptando una serie de medidas, estatales y sociales, de diversa naturaleza, para atacar y combatir la causas del fenómeno, en lugar de intervenir demasiado tarde, como sucede ahora, cuando ya se ha cometido el hecho irremediable, simplemente castigando el culpable. ¿No sería mejor prevenir el delito que castigarlo? La respuesta es obvia.

Claro, la salida populista siempre es más fácil, crear más delitos, aumentar las penas, hacer megaoperativos policiales con gran despliegue mediático. Todas esas cosas son simples parches, remedios pasajeros para tranquilizar a la opinión pública, pero que no brindan soluciones verdaderas. ¿Hasta cuándo seguiremos posponiendo la búsqueda de un remedio efectivo y duradero a este importante problema? Yo no sé qué piensa usted, pero para mí, ya va siendo hora…

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Derechos Humanos, Estado y Búsqueda de la Felicidad

Declaración de Independencia de los Estados Unidos

¿Sabían que la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América reconoce como un derecho humano inalienable “la búsqueda de la felicidad”?

Ese documento declara que todos los seres humanos “son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

Pero eso no es todo, además postula que “para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados”. Es decir, el gobierno no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar esos derechos inalienables, entre ellos el de buscar la felicidad.

Nótese que el Estado no está obligado a garantizar nuestra felicidad, pero sí a permitirnos buscarla. El alcanzarla o no dependerá de muchos factores, entre ellos nuestro esfuerzo y mérito, como acertadamente señaló Benjamin Franklin.

Todos hemos leído o escuchado alguna vez que Costa Rica es uno de los países “más felices del mundo”, cuando no el “más feliz de todos”. ¿Será cierto eso?

Desde hace décadas venimos arrastrando un porcentaje de pobreza del 20%, es decir, 1 de cada 5 costarricenses es pobre. Y esa pobreza no disminuye de manera decisiva, independientemente del partido político que esté en el gobierno. Tenemos una alta tasa de desempleo, un gran porcentaje de personas trabaja en la informalidad y la situación educativa del país es catastrófica, a pesar de que destinamos el 8% del PIB a la educación pública.

En esas condiciones: ¿El Estado costarricense ha servido o no como un instrumento para ayudar a los costarricenses a realizarse, a alcanzar sus sueños y sus metas? ¿Nos ha permitido perseguir ese ideal, tan difícil de definir y tan distinto para cada uno de nosotros, como es la felicidad?

Lamentablemente pienso que no. Aunque hoy vivimos mejor que hace 50 o 60 años, no deberíamos caer en la autocomplacencia, sino retarnos a ser cada día mejores como país y como sociedad. No dudo de que tenemos el potencial para dar el salto al desarrollo, para ser un país más equitativo y solidario, mediante una mejor redistribución de la riqueza.

Pero para eso necesitamos Estadistas, no meros administradores transitorios de las funciones estatales, personas que diseñen políticas con miras de largo plazo, así como del esfuerzo de todos y cada uno de nosotros, para hacer de nuestro país un mejor lugar para todos y no solo para unos cuantos.

¿Qué opinan ustedes? ¡Cuéntenme!