A propósito de los asesinatos de Marco Calzada y Manfred Barbarena
Marco Calzada era un joven de 19 años que recién se había graduado del colegio el año pasado. Le gustaba animar con su guitarra las misas de su comunidad y colaboraba como misionero en diversos proyectos de bien social. Era, en fin, un buen muchacho, en los albores de una vida llena de sueños, brutalmente truncada antes de tiempo. La noche del sábado pasado cuatro sujetos lo asesinaron a puñaladas, en la entrada del Barrio Chino de San José.
El hecho, ya de por sí repugnante, como todos aquellos que atentan contra la vida de un ser humano, ha generado aún mayor conmoción porque dos de los sospechosos son menores de edad. Los adolescentes, de 14 y 16 años, se entregaron a la policía en compañía de sus mamás. Por el momento se ignora la edad e identidad de los otros dos.
Estamos aquí ante una doble tragedia, así como ante un clarísimo fracaso de nuestra sociedad. La primera tragedia la aceptamos y la reconocemos sin dificultad: un joven muchacho que, en la plenitud de su vida, fue asesinado a sangre fría, en un crimen incomprensible. La segunda, muchas personas la negarán o descalificarán como pura alcahuetería, pero no por ello deja de ser una tragedia. Y es que dos jóvenes, de 14 y 16 años, fueron capaces de cometer el delito más grave que existe por robarse un celular. ¿Cuál será la historia personal y de vida de estos jóvenes, presuntos homicidas?
Estoy seguro de que, si miramos con detenimiento, veremos ahí el fracaso de nuestra sociedad al que me refería. Una sociedad costarricense cada vez más fracturada, con una mayor desigualdad social, una pésima redistribución de la riqueza, índices de pobreza demasiado altos sostenidos durante demasiado tiempo, tasas de desempleo superiores al 10%, todavía mayores entre la población joven o de adultos mayores. En fin, una sociedad en la que la igualdad de oportunidades parece ser una simple quimera, un fin inalcanzable al cual hemos renunciado hace tiempo, resignados a tolerar lo que es, a seguir viviendo, quizás sufriendo, las consecuencias de la sociedad que estamos construyendo.
En el libro “El Profeta”, Khalil Gibrán trata del crimen y el castigo, señalando: “A menudo os he oído hablar de aquel que comete una falta como si no fuera uno de vosotros, sino un extraño y un intruso en vuestro mundo”. Esa es una frase muy cierta, pues tendemos a ver a quien comete el delito como un extraño a nosotros, una persona completamente distinta a nosotros. Y, sin embargo, son seres humanos como nosotros, tienen familia, padres, hermanos, seres queridos. Aman, sufren, sueñan y anhelan como nosotros. Eso sí, muy probablemente no tuvieran las mismas oportunidades y, posiblemente, muchos de nosotros no habremos sufrido ni padecido lo que ellos, carencias, abuso, agresión, banalización de la violencia, cuando no la apología de la misma.
Los fenómenos criminales son complejos, multicausales, no se pueden analizar con enfoques simplistas, superficiales, o maniqueos, donde por un lado están los buenos y por el otro los malos, donde las cosas son blancas o negras. Por eso, conviene resaltar las palabras del papá de Marco Calzada, en un todo ejemplares, sin duda el mejor homenaje para un hijo que profesaba una fe profunda:
“Eran muchas cosas que siempre decíamos que no era normal, nos trajo una luz tan grande que nos enseñó un montón de cosas, nos enseñó a perdonar, y no cabe en nuestro corazón rencor ni odio y les pido que recen mucho por nosotros, pero que también, cuando recen por nosotros, recen por las familias y por las personas que hicieron esto, de verdad, las abrazamos, las perdonamos como Jesús nos enseñó y como Marco me enseñó. Esto lo hacemos con amor y con mucha fe, se ocupa fe”. (Agrego la negrita).
Muchas cosas fallan en una sociedad, en muchos niveles, cuando este tipo de cosas suceden. Tristemente, no son episodios aislados. Hace aproximadamente un mes, en Cuesta de Moras, Manfred Barbarena Novoa, un joven de 23 años que recién había salido de su trabajo y esperaba el bus para regresar a su casa, fue asesinado a puñaladas por un hombre que había sido detenido 92 veces por la policía, entre el 2017 y el 2022.
En este caso, a la tragedia humana y al fallo de la sociedad se suma la evidente y gravísima responsabilidad de una administración de justicia incapaz de cumplir adecuadamente con sus fines. ¿Cómo es posible que una persona sea detenida 92 veces y, aún así, siga feliz y campante por nuestras calles? Por supuesto, todo el mundo tiene derecho a un juicio, toda persona se presume inocente hasta que no se demuestre lo contrario mediante sentencia firme. Pero es inadmisible que la justicia sea a tal punto ineficiente que permita que ocurran situaciones como ésta.
Es hora de reflexionar seriamente sobre el fenómeno de la delincuencia en Costa Rica, pero pensando en una verdadera política criminal, es decir, adoptando una serie de medidas, estatales y sociales, de diversa naturaleza, para atacar y combatir la causas del fenómeno, en lugar de intervenir demasiado tarde, como sucede ahora, cuando ya se ha cometido el hecho irremediable, simplemente castigando el culpable. ¿No sería mejor prevenir el delito que castigarlo? La respuesta es obvia.
Claro, la salida populista siempre es más fácil, crear más delitos, aumentar las penas, hacer megaoperativos policiales con gran despliegue mediático. Todas esas cosas son simples parches, remedios pasajeros para tranquilizar a la opinión pública, pero que no brindan soluciones verdaderas. ¿Hasta cuándo seguiremos posponiendo la búsqueda de un remedio efectivo y duradero a este importante problema? Yo no sé qué piensa usted, pero para mí, ya va siendo hora…